No había tiempo. Todo estaba oscuro y las sirenas parecían roncar de un lugar a otro. Y digo bien, roncar, porque de tanto sonar ya casi no sonaban.
Las lechuzas habían dejado de cantar y los pinos, inclinados, hacían reverencia por el peso de la lluvia en sus ramas.
No había tiempo. Mis piernas, agotadas ya de tanto deambular, pedían descanso y mis brazos, apretando el pecho, tiritaban al compás de este corazón que luchaba acelerado, por todos los miedos, las zozobras y los espantos que tenía delante de mí.
No había tiempo para el tiempo de paz. La guerra sonaba allá a lo lejos, y también a mi lado, confundido con mis palpitaciones, con las sirenas, la noche y la lluvia.
De pronto unas llamaradas me invitaron a ir hacía el lugar enrojecido.
Y llego y observo cómo una antorcha ilumina un lugar ocre, macilento… en donde se apiñan un sinfín de cuerpos.
Miro, casi sin poder ver; percibo poco a poco la estampa que se alza ante mí, y me ensombrezco aún más.
Me apoyo en la pared y dejo resbalar la espalda hasta que, todo mi cuerpo, se hace un barullo aterido en el suelo frío.
Abro de nuevo mis ojos y calculo la edad de todos aquellos, muertos, apilados… Su edad media, no superaba los veinte años.