Mi aceleramiento es un hecho. Siempre tengo prisa –como el conejo de Alicia en el País de las Maravillas-, y esa prisa me juega malas o malísimas pasadas.
Un día:
-¿Señora se ha hecho daño?
-No, gracias. Le digo mientras me siento en la acera que había acogido todo mi cuerpo “estrapayado”.
-Puedo ayudarla? Me dice mientras me ofrece la mano…
-No, gracias. Le vuelvo a decir, a la par que me acomodo en mi postura, esta vez, recogiendo mis brazos alrededor de las rodillas, como cuando estás en la arena, sentada sobre la toalla, mirando al horizonte.
-Señora, la veo conmocionada. Está tomando una actitud muy extraña… ¿Quiere que avise a una ambulancia, o a alguien?
-No, gracias. No te preocupes, guapa. Es que a menudo, me gusta tirarme al suelo, y ver la vida desde la acera. Ya ves… eso ayuda a comprender muchas cosas.
Y se va, mirándome entre espantada e incrédula. Veo que mira para atrás, hacia mí, y echa a correr como si hubiera visto una aparición.
Me puse a reír. A reírme de mi misma, y de ese orgullo que me hizo argumentar algo absurdo.
¿Por qué tenemos esos prejuicios tan "fatos"? ¿Por qué con cada caída física hacemos como si no nos hubiéramos caído, y miramos a otro lado, intentando decir que la caída no fuera con nosotros?
En mí, tal vez tenga que ver aquel consejo de mi abuela:
"Nena… tú, siempre para adelante. Y si un día te caes, no olvides que abajo, también existe vida. Sólo tienes que apreciar tu caída, para tomar impulso".