No siento mis manos llenas de barro. Mi cara está tan fría que pienso, es una bola de esto que amaso fatigosamente.
Vivo en una pequeña choza, cerca de mi lugar de trabajo. Dicen que es una choza, pero yo la veo, mi mundo. No puedo jugar ¿qué es eso?, me han dicho que existen niños en otros lugares que se dedican a estudiar y a brincar alegres, por los parques.
Tengo diez años, y llevo tres trabajando para que alguien deposite un dinero en mis manos que ayudará a la manutención familiar. Mi madre me llama muy de mañana, y me prepara algo de mijo, en una masa que sacia mi hambre. Siempre es el mismo desayuno, la misma comida, y yo, con mis legañas froto los ojos medio adormecidos. Un día tras otro.
Tengo mucha fatiga, porque mamá se queda en la casa, haciendo todo y cuidando a mis hermanos menores. Esos que berrean todo el día, porque son mucho más pequeñitos que yo. Mi padre murió en el derrabe de una mina, y mi madre ahora está con el padre de mis hermanos. Y vivimos todos hacinados en un descampado lleno de suelo rojo. Sin flores, sin plantas, sin caramelos dulces. Sin mimos. Con trabajo...
Siento una vida entera sobre mis jóvenes hombros. Siento la sensación de abandono. De que nadie me quiere. Tengo agonía en el alma. Me han hablado de un Dios que nos ama. Y yo lo espero cada mañana, en el recodo de mi recorrido hacía el lugar en el que permanezco un día tras otro. Pero no lo encuentro nunca. Recuerdo un día de abril, en el que un hombre, con sandalias nuevas, me miró, muy de frente, y me dijo que no tuviera miedo, que no me moriría hasta dentro de muchos años. Y yo le dije, que bueno, que vale. Pero no sé si me gusta vivir, porque no tengo más que amasijo para comer y amasijo para trabajar, y algún que otro golpe en mi cabeza, de parte de mis compañeros mayores. Y de mi madre, que harta de tanto trabajar, arremete contra todo, ya perdida en la esperanza de salir adelante.
El padre de mis hermanos acude, río abajo, a la taberna. Esa que se esconde entre unos pequeños árboles, que se asemejan a un vergel. Pasa parte de la tarde allí, y llega a casa muchas veces con tambaleos de lado a lado del camino. Siento miedo porque todo me acecha. Porque las caras no tienen bonitas sonrisas. Porque mi vida tampoco tiene sonrisa.
Tengo una herida en la pierna derecha. Me caí mientras arrastraba unos ladrillos de un lugar a otro. Pero la escondo para que no me riñan, porque me llaman torpe, y me empujan. Y yo me voy ladera abajo rodando como uno de los cantos que bailan al lado del río. No tengo amaneceres. No tengo ideales ni pensamientos de futuro. No tengo infancia, y mis ojos llevan el pesar de los pesares vividos. Y un día, yo le dije a ese Dios, que dicen que nos ama, que si el trabajo, la pena, la angustia y el sacrificio que tengo yo, era Amor, y algo me contestó en mi cabeza: “Tus hermanos de vida, tienen en sus manos el hacer que tú puedas vivir también, querido niño. Tus hermanos de vida, no deben consentir que tú no vivas para que otros vivan rodeados de saciedad”.
Y yo no entendí nada, pero me sonaron bien esas palabras.
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