¡Ya basta!, gritaba con firmeza inusitada la anfitriona de una fiesta campestre.
Los ojos de las cebollas lagrimearon y las zanahorias se estiraban rubicundas al son del alboroto.
Un ajo picantón le dijo a la berenjena, doncella del lugar, que se guardara de cobijarlo, no fuera a ser presagio de sus penas.
Y mientras, la libélula trazaba un circulo cantarín sobre la alcachofa, que medio derretida se freía al son de la música del aceite.
Los ojos de las cebollas lagrimearon y las zanahorias se estiraban rubicundas al son del alboroto.
Un ajo picantón le dijo a la berenjena, doncella del lugar, que se guardara de cobijarlo, no fuera a ser presagio de sus penas.
Y mientras, la libélula trazaba un circulo cantarín sobre la alcachofa, que medio derretida se freía al son de la música del aceite.
Un gorrión se afanaba en sus trinos, opacados por el graznido del cuervo; mientas los mirlos y jilgueros se silenciaban con tanto alboroto.
El eucalipto, mecía sus ramas impregnadas de aromas, ya que pensaba que su perfume calmaría la tensión de los presentes; pero la pituitaria estaba secundando una huelga enardecida, por el constante olor a cloaca, y obvió aquello por lo que luchaba.
Las frutas, coloridas y sedosas, se abrazaban unas a otras, interpretando himnos, casi imperceptibles, canturreados por abejorros y mosquitos.
Las lechugas cuchicheaban las unas con las otras, presas de la envidia, al ver que no podrían competir, ni codearse en la pasarela de un arbusto, en donde desfilaban a su antojo, guindillas primorosas, espárragos trigueros, y ajos puerros.
Ya basta!, volvió a gritar la blanca y maloliente coliflor; pero nadie parecía prestarle atención.
De pronto, un trueno ensordeció la tarea, y todos enmudecieron yaciendo entre las gotas que acallaron murmullos y dudas.
¡Ah!, vida cruel… Cuantas veces necesitamos una tormenta para percatarnos de nuestra propia sordera.
Las lechugas cuchicheaban las unas con las otras, presas de la envidia, al ver que no podrían competir, ni codearse en la pasarela de un arbusto, en donde desfilaban a su antojo, guindillas primorosas, espárragos trigueros, y ajos puerros.
Ya basta!, volvió a gritar la blanca y maloliente coliflor; pero nadie parecía prestarle atención.
De pronto, un trueno ensordeció la tarea, y todos enmudecieron yaciendo entre las gotas que acallaron murmullos y dudas.
¡Ah!, vida cruel… Cuantas veces necesitamos una tormenta para percatarnos de nuestra propia sordera.
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