Era verano, o quizás final de primavera.
Ese monte, delante de nuestra casa, tenía que ser explorado por esta patrulla feliz que formamos, mis nietos y yo.
Nos adentramos por un pequeño sendero y la imaginación comenzó a volar:
Cada uno de nosotros -yo me incluyo-, narramos una historia de miedo o de risa o de ayuda humanitaria -según se mire-, pues a la peque del grupo se le ocurrió la idea de que servidora, la llevara en mis brazos.
Les enseñé rincones del bosque y a una rama en el suelo,... le subimos un grillo que apostaba por huir de estos intrusos, y la euforia nos hizo ver tarántulas, y serpientes pitón, que cruzaban el camino desde nuestra imaginación desbordada.
Para los niños, un pequeño monte es una selva. Un sendero a subir, una escalada. Un grillo, la posibilidad de ver en él, según cada cual, un caballo o un simple insecto a pisar... ¡alto!, le digo al más pequeño... ¿te gustaría ser pisado por alguien y morir aplastado en este monte?. y me dijo: "no. abu. Pero él es solo un grillo"...
Y yo, un poco cabreada porque les intentaba mostrar lo bonito y el respeto a la naturaleza, me brotó esa pincelada que no acierto a quitar de mis adentros, y que brama, de vez en cuando:
No olvides que hay otros muchos más grandes que tú... y te pueden aplastar también a ti. Nunca hagas lo que no quieres recibir
Entonces... me mira, y mira también al suelo y echa a correr camino abajo; sin mirar atrás.
¡Déjate de pamplinas! pensaría...
Y yo me quedé con mis otros peques y con esa toalla mojada que cargo en un barullo, por si acaso me encuentro con un incendio.
¿Una toalla mojada? ¿para un incendio? me dice alguien. Y yo no digo nada, porque sé que nadie me comprende, pero sé muy bien, que una toalla mojada siempre apaga un fuego que comienza con una simple llama.
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