El otro día me crucé contigo por la calle.
Caminabas con zancadas, muy deprisa, tanto que no me
escuchaste, tan siquiera, cuando te saludé.
Tenias una especie de envoltorio entre tus brazos y entonces, curiosa… corrí
detrás de ti para mirar qué es lo que escondías entre las ropas.
Te dije “hola”, pero tú seguías tu carrera hacia no sé dónde
mientras un llanto de bebé, iba contigo.
Te pregunté… ¿Por qué corres tan deprisa? ¿Por qué escucho
un llanto de bebé entre tus brazos? ¿Qué llevas ahí?
Y entonces tú, frenaste tu carrera, me miraste a los ojos,
después… una lágrima rodó y tras ella, otras más llenaron tu cara en un
momento: “Es un bebé en peligro. Lo encontré ajado y desnutrido. Alguien lo
dejó porque a buen seguro, la desesperación
de la vida le invitó a hacerlo”
Y entonces yo, mirando el rostro de la mujer, dejé mis
bolsas repletas de sustento, a ras del suelo.
Eché la vista atrás y contemplé aquella vida mía, llena de
todo y en ese momento una lágrima y detrás muchas más vinieron a decirme:
“Cuánto has padecido por banalidades, y cuántas carencias y desdichas, tal vez,
cerca de ti, no viste, inmersa como estás en perseguir bonanza y otras dichas,
mientras alguien, a tú lado, se muere de carencia”.
Y es que la vida que recorremos, a zancadas, con ojos
ciegos, no nos deja mirar tantas vivencias oscurecidas que no hay que buscarlas
en otros lares… porque tal vez, en esa esquina cercana, existe alguien que vive
en la carencia… y no lo vemos.
Es la vida misma la que cierra nuestros ojos, porque
inmersos como estamos en nuestros problemas, olvidamos que no hay que buscar
muy lejos para encontrar a alguien desesperado que grita… ayuda.
Y yo… buscaba un nuevo traje y la vida, una vez más, manó
una historia para aprender una nueva
lección y abrazarla entre el corazón.
Celia Álvarez Fresno
26-10-2021
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